Historia contemporánea de España/La crisis del Antiguo Régimen/Estructura social

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La sociedad de la España moderna (en el sentido de la Edad Moderna o del Antiguo Régimen) era un entramado de comunidades de diversa naturaleza, a las que los individuos se adscribían por vínculos de pertenencia: comunidades territoriales del estilo de la casa o el pueblo; comunidades intermedias como los señorío y las ciudades y su tierra alfoz o comunidad de villa y tierra, de muy distinta extensión); comunidades políticas o jurisdicciones amplias como las provincias, los adelantamientos, las veguerías, las intendencias o los reinos y coronas; comunidades profesionales como gremios artesanales, cofradías de pescadores, o las universidades, comunidades religiosas, etc.

El reino estaba encabezado por el monarca, con su supremacía, con las distintas comunidades y órdenes que lo formaban como órganos, articulaciones y miembros. Los hombres y mujeres estaban vinculados por lazos personales, como vínculos de familia y parentesco. Cada vínculo se regía por reglas comunes que debían gobernar su funcionamiento y su experiencia.

En el Antiguo Régimen las comunidades eran jerárquicas, todo cuerpo tenía su autoridad, eran vínculos de integración y subordinación. Pero cada vínculo tenía un valor ambivalente, de dominación y paternalismo: debían garantizar la supervivencia de los individuos a la vez que mantenían relaciones sociales de subordinación.

Lo que en el mundo contemporáneo se entienden como funciones públicas estaban en manos de particulares, ya sean casas, señoríos o dominios del rey, teniendo una total autonomía un territorio de otro. El mismo concepto de particular carecía de sentido, puesto que no existía una diferenciación efectiva entre lo público y lo privado en la sociedad preestatal o preindustrial.

La nobleza y el clero eran los estamentos privilegiados. Desde el siglo XVI la nobleza tendió a volverse más cortesana y se trasladó a Madrid, en los aledaños de la Corte. El clero era un estamento más abierto, ya que a él podían incorporarse individuos sin atender a su condición social, aunque también era un grupo jerarquizado con distintos grados dentro de su estructuración. El estado llano era el más heterogéneo y numeroso. Contemplaba desde los campesinos más pobres hasta la incipiente burguesía (burguesía de la inteligencia: letrados con cargos administrativos en su mayor parte; y la burguesía de los negocios). El grado de integración de varias minorías perseguidas (judeoconversos, moriscos o gitanos) sufrió diferentes alternativas.

La monarquía, la nobleza y el territorio[editar]

División territorial de la Península Ibérica durante el Antiguo Régimen.
En este cuadro de Velázquez(1636–1637) se representa una clase de equitación del príncipe Baltasar Carlos

La cúspide del sistema institucional fue la monarquía, justificada desde el comienzo de la reconquista como herencia de la Hispania Visigoda en los núcleos cantábricos: reino de Asturias, reino de León y condado y luego reino de Castilla; o del feudalismo carolingio en los pirenaicos: Corte Condal de Barcelona, posteriormente principado de Cataluña, condado y más tarde reino de Aragón, y reino de Navarra.

Para entonces el concepto de monarquía hereditaria ya estaba suficientemente asentado como para utilizarla como una institución patrimonial, dentro de la dinámica vasallática del feudalismo, con todas las limitaciones que esta expresión tiene en la Península Ibérica. La influencia europea que llegó con el Camino de Santiago y la Orden de Cluny determinó que fuera la casa de Borgoña la que terminara entroncando en los reinos occidentales de Portugal, León y Castilla. Los mismos procedimientos justificativos (a los que se añade la propia existencia de la monarquía) fueron los utilizados para justificar el predominio social de la nobleza (los bellatores o defensores feudales), que con el alto clero formaban una única clase dirigente: los privilegiados.

La formación de la monarquía autoritaria culmina con la poderosa dinastía Trastámara, originada en Castilla en la persona de un bastardo, Enrique II el de las Mercedes, aupado al poder por la alta nobleza celosa de evitar esa misma concentración de poder, que se implantará también en Aragón como consecuencia del Compromiso de Caspe. La crisis del siglo XIV había sido determinante para producir una nítida separación entre la alta y la baja nobleza de hidalgos y caballeros, cuyo prestigio social, cuando no podía sustentarse en el control de tierras, era buscado con todo tipo de probanzas, hábitos, ejecutorias, reyes de armas, blasones... que si no podían respaldarse con aquéllas, no ocultaban su decadencia económica.

Geográficamente se produce también una división entre el norte peninsular —las montañas cantábricas y pirenaicas donde van a buscarse los solares originarios de las casas nobles pero donde no hay grandes dominios y la mayor igualdad de condiciones permitió nacer el mito de la hidalguía universal— y el sur —dominado por las encomiendas de las órdenes militares y los grandes estados nobiliarios.

A los no privilegiados, les quedaba la percepción del orgullo de cristiano viejo, que se expresó legalmente en los estatutos de limpieza de sangre, que se extendieron por todo tipo de instituciones tras la revuelta anticonversa de Pedro Sarmiento en Toledo (1449). Esa discriminación legal se mantuvo como un factor decisivo de cohesión social con más motivo incluso tras la expulsión de los judíos de España y de expulsión de los moriscos, manteniendo como útil chivo expiatorio la existencia del cristiano nuevo, condición de la que no escapaban ni las más altas casas nobles ni el mismo rey (Libro Verde de Aragón, Tizón de la Nobleza).[1]

La familia de Carlos IV, por Francisco de Goya (1800–1801).

A la unión territorial de los Reyes Católicos (por matrimonio: Aragón y Castilla, o conquista: Canarias, Granada, Navarra, América, Nápoles, plazas norteafricanas), le sigue la adición de vastos territorios en Europa con la llegada de la dinastía Habsburgo, cuya concepción del poder se basaba en el respeto a las peculiaridades locales (no sin conflictos, como la Guerra de las Comunidades y las Germanías con Carlos I o la crisis de 1640 con Felipe IV).

La concepción unitaria de los dominios peninsulares permite a la historiografía hablar de Monarquía Hispánica, a pesar de que la unión es en la persona de los reyes y no en los reinos, que mantienen sus leyes, idiomas, monedas e instituciones. Se hizo un intento por unificar los reinos a partir de la unión de las familias nobles, sobre todo con la fundación del concepto de Grandeza de España (1520), al que se incorporó a un pequeño número de casas aristocráticas de las dos coronas (con claro predominio castellano). Se fomentaron las alianzas matrimoniales, con el manifiesto fin de que la élite social en la práctica fuera la misma en todos ellos. La unión con Portugal, que duró sesenta años (1580–1640), también se intentó consolidar de la misma forma (no sin recelos; de lo que viene el refrán portugués augurando de España: «ni buen viento ni buen casamiento»).

Por último, la dinastía Borbón (curiosamente, de origen navarro) impondrá los usos franceses de la monarquía absoluta, no solo en el protocolo cortesano, sino en la configuración centralista del Estado y en las disposiciones sucesorias de la ley sálica, tras una guerra civil con dimensión europea: la Guerra de Sucesión Española.

El Municipio, las Cortes y la Hacienda[editar]

El nivel inferior de organización territorial en España estaba constituido por la institución municipal, herencia del municipio romano y reforzada con la repoblación que sigue a la reconquista durante la Edad Media.

El proceso repoblador altomedieval había otorgado una libertad mayor que en otras partes de Europa, (presuras, alodios, behetrías), y más que en ningún otro reino en la frontera o extremadura castellana, donde la condición de campesino se equiparaba a la de noble si defendía su propia tierra con un caballo de guerra (caballeros villanos).

Con el paso de los siglos y el alejamiento de la frontera, los concejos abiertos de los primeros momentos, en que participaban todos los vecinos, fueron sustituidos por poderosas corporaciones, los concejos o ayuntamientos de ciudades o villas con fueros, cartas pueblas que les otorgan jurisdicción sobre un amplio alfoz o tierra, compuesto de numerosos núcleos rurales (pueblos, lugares y aldeas) y terrenos más despoblados (montes, pastos, dehesas, eriales) frente a los que se comportan como un verdadero «señorío colectivo», de manera similar a como nobleza y clero iban conformando sus propios señoríos.

La condición de los campesinos, por tanto, no era radicalmente distinta en realengo y señorío: ni en la primera fue de libertad ni en la segunda de esclavitud.

La implicación de la autoridad real en el control municipal se fue haciendo más fuerte a finales de la Edad Media, a medida que la monarquía se hacía autoritaria, sobre todo a partir de la crisis del siglo XIV. Finalmente se produjo una suerte de «reparto de papeles» entre los regidores, que se habían convertido en cargos venales y en la práctica hereditarios en las familias de lo que puede denominarse patriciado urbano u oligarquía municipal (caballeros o burgueses ennoblecidos, ciutadans honrats...)[2] y el corregidor, como representante directo del rey en el municipio. En municipios menores los cargos solían ser un alcalde en representación del estado llano y otro del nobiliario.

Los municipios más importantes son las ciudades con voto en Cortes, [3] representantes no tanto de un tercer estado cuanto de un patriciado urbano ennoblecido, más en Castilla que en Cataluña, donde la ciudad de Barcelona tiene un peso fundamental y desde 1359 la diputación permanente de las Cortes (la Generalidad) ejerció de contrapeso eficaz al aumento del poder real; o en Aragón, donde eran presididas por el Justicia (que prevenía a los reyes «Te hacemos Rey si cumples nuestros Fueros y los haces cumplir, si no, no»), además de disponer desde 1364 de su propia Diputación del General. Una institución similar existió en Valencia desde 1418.

Las Cortes fueron la institución representativa de el reino (entidad opuesta dialécticamente a el rey), con funciones legislativas y fiscales; más fuertes en Aragón, donde mantuvieron su estructura en tres brazos (cuatro en el reino de Aragón, con la nobleza dividida en ricos hombres e hidalgos), más débiles en Castilla, donde dejaron de convocarse a los estamentos privilegiados. Perdieron importancia justamente en el siglo XVIII, cuando se convocan conjuntamente las de ambas coronas, pero que sólo se reunirán para cuestiones sucesorias.

La hacienda fue uno de los pilares del funcionamiento de la Monarquía, mucho más sustancial en Castilla que en Aragón y Navarra. La Cámara de Comptos de Navarra o las instituciones privativas de los otros territorios no recaudaban más de lo necesario para el mantenimiento del funcionamiento de un mínimo aparato burocrático propio, siendo insuficientes hasta para la defensa de los propios territorios en caso necesario. Lo mismo puede decirse de las más sustanciosas rentas de Flandes o Italia (en estos casos enfrentadas a gastos militares constantes y cuantiosos). Para Castilla, el indiscutible centro fiscal de la monarquía, el Consejo de Hacienda y las Cortes diseñaban el sistema, pero realmente estaba basada en el encabezamiento fiscal por las ciudades, en su beneficio y en contra del territorio que administraban, y en su recaudación efectiva —a base de sisas gravadas sobre el consumo y el tráfico mercantil— solía arrendarse a particulares.[4]

Los ingresos principales siempre fueron insuficientes, por lo que los recursos de urgencia extraordinaria a préstamos de banqueros a la deuda pública (juros) y a las [alteraciones monetarias fueron un lastre crónico, que socavaba el crédito de la monarquía y la conducía a quiebras periódicas.[5]

Dichos ingresos eran fundamentalmente el quinto real de los metales americanos y la alcabala, un impuesto indirecto teóricamente universal. La multiplicidad de regalías y otros impuestos hacían el sistema ineficaz e injusto, lo que provocó algunos intentos de reforma fallidos, como la Unión de Armas diseñada por el Conde-Duque de Olivares y la Única Contribución ligada al Catastro de Ensenada.

Con anterioridad a éste, los decretos de Nueva Planta habían unificado administrativamente Valencia y Cataluña con Castilla (Aragón ya había perdido sus fueros en tiempos de Felipe II), lo que dio la oportunidad de establecer un sistema fiscal prácticamente ex-novo sin las trabas que supone tener que respetar derechos adquiridos, lo que resultó en un sistema simple y eficaz que de hecho incentivó la actividad económica durante el siglo XVIII al tiempo que producía un sustancial aumento recaudatorio.

Ese ideal fiscal, sumado a otras características jurídicas (el censo enfitéutico que garantizaba al payés catalán la continuidad de su explotación agraria, y la pervivencia del derecho civil, que garantizaba al hereu la conservación íntegra del patrimonio familiar)[6] fue modelo de las reformas ilustradas (Conde de Campomanes) aunque las resistencias encontradas hicieron inviable su aplicación en Castilla, en lo que puede verse como una situación inversa a la de la Unión de Armas del Conde-Duque del siglo anterior.

Referencias[editar]

  1. El autor del segundo fue el cardenal Francisco de Mendoza y Bovadilla, El tizón de la nobleza española, o máculas y sambenitos de sus linajes (Barcelona, La Selecta, 1880) escrito en 1560 como memorial al rey Felipe II, donde ponía en tela de juicio la limpieza de sangre de la nobleza española. El Libro verde de Aragón, de la primera mitad del siglo XVI, era un manuscrito similar de un consejero de la Inquisición aragonesa, de amplia divulgación. Alberto Montaner Frutos, La limpieza de sangre [1].
  2. GEA
  3. En la Corona de Castilla, tras ganarlo y perderlo otras localidades, se fijó una lista de diecisiete: León, Zamora, Toro, Salamanca, Burgos, Valladolid, Soria, Ávila, Segovia, Madrid, Guadalajara, Toledo, Cuenca, Córdoba, Jaén, Sevilla y Murcia, a las que tras su conquista se añadió Granada. Eran las que habían sido capitales de reinos, además de algunas localidades que por una u otra razón alcanzaron y mantuvieron ese privilegio.
  4. Miguel Artola (1982), op. ct., pág. 18.
  5. El estudio clásico es el de Ramón Carande Carlos V y sus banqueros.
  6. Lo mismo ocurría, y siguió ocurriendo en la Edad Contemporánea, en otras zonas de derecho civil particular. El caso de La cuestión socioeconómica en Monroyo: El habitat disperso (Las masías), Asociación Cultural Sucarrats [2] (un municipio de la comarca catalanohablante del Matarraña, en la provincia de Teruel).

Fuente[editar]